"MI DUEÑO ES UN HUESO"
- DIARIO INTIMO E IMPRESIONES DE UN CHIHUAHUA -
jueves, 12 de septiembre de 2019
miércoles, 22 de mayo de 2019
LA PERDIDA DE LA VIDA IRRENUNCIABLE - TEXTO REFUNDIDO Y ADAPTADO
Hoy ha sido un dia de calor. Y también de sofocos. El barbudo, tiene serios problemas de atención con un seguro de hogar que,... pero, no; no es esa la historia que quiero contar. No me interesan mucho los seres que viven pendientes del cero coma, en esa zona milimétrica y miserable entre el céntimo y la dignidad personal.
Como decía, hoy ha sido un dia de calor sofocante, tanto que, de no ser porque había que ir a por el pan, no hubiese salido de casa por nada del mundo. Pero, el barbudo necesitaba ir a por el pan y, ya puestos, he decidido acompañarle. Creo que también planea ir en busca de un arnés que me vaya bien para sacarme a pasear y presentarme en sociedad. Un pensamiento este que aún no se si me conviene o no, si me convence o no. No estoy muy seguro. Por muchos motivos diferentes. El primero en importancia, es que ignoro por completo qué es eso de una "sociedad". El segundo, porque mi temperamento es el que corresponde a un cachorro de mi edad: despreocupado, alegre, travieso e infantil. Y el tercero, porque soy un chihuahua, un perro; y los canes vivimos el momento, vivimos el presente y no nos inquieta en absoluto el modo humano de vivir, siempre atribulados por la apariencia, siempre ajetreados en confeccionar un futuro que no existe o, atrapados en los meandros de un ayer que no volverá. Así que, no me acaba de convencer esa manera cada vez menos humana e insatisfactoria de vivir que tiene a los humanos inquietos y descontentos de continuo.
Hemos ido a un centro veterinario que hay justo en la calle de enfrente de donde solemos comprar el pan. Una calle cuyo nombre recuerda el pasado catalán en cuba: Matanzas. Y, sin necesidad el sustantivo, hemos embocado la calle y allá que hemos ido.
Antes de entrar, hay que llamar al timbre que, apremiado por la presión del dedo del tipo barbudo, mi amo, emitió una especie de chirrido grosero que más bien parecía una invitación a irse que a traspasar la puerta. Es un lugar pequeño, atiborrado, de luz poco hospitalaria y de rincones habitados por un sin fin de artículos. La mujer que atiende el centro parece una figura de cera. Su aspecto es frágil, delicado, enfermizo. Sin embargo, su apariencia quebradiza no consigue eclipsar su aura de buena profesional y genuina enamorada de los animales. Una especie de hada en peligro de extinción, amenazada por una sociedad despiadada, incapaz del mínimo gesto si no hay un beneficio que lo justifique. En cambio, el hada gaseosa y cerúlea emplea tiempo, dinero y esfuerzo personal en asistir, acoger, amparar y defender a aquellos seres, a aquellos animalitos que no pueden ayudarse.
En principio la cosa ha ido bien. Yo estaba encantado con toda aquella cantidad de aromas distintos, todos atrayentes, que han capturado por completo mi atención, hechizandome.
Ante mi se desplegaba un ejército entero de sacos y bolsas contenedores de todos los piensos habidos y por haber, soñados y deseados: de pollo con arroz, de ternera con verduras, de pescado. Tienen también nervios y tendones desecados; campanillas, cascabeles, collares, muñecos de colores, pelotas y toda suerte de golosinas tentadoras. Es como entrar en un Gran Bazar de las ilusiones de Las Mil y Una Noches. En esas estaba yo cuando, sin esperarlo, de frente, ha aparecido Mao, el gato obeso mórbido del centro veterinario. Como haría Alí Babá, se ha presentado a paso lento, calculado y, sin mirar nada ni a nadie, de un solo gesto volátil, se ha subido a una caja donde descansaba un almohadón, esperándolo. Y, con la gracilidad propia de una bailarina de ballet, se ha hecho una rosquilla y, tras bostezar con indiferencia, se ha quedado dormido. No podía creer lo que estaba viendo. Jamás había visto un gato en mi vida y claro, en seguida he querido bajar de los brazos del barbudo para mejor inspeccionar que era aquello, quién era "ese".
Mao, el Gran Sultan, es en realidad un gato recogido de la calle y criado por el hada de cristal y, como es natural, ha visto y se ha relacionado con perros desde el primer dia. Bueno; con perros, con pájaros, tortugas, hurones y también otros gatos, claro. Por ese motivo, porque Mao es cosmopolita y manso como un cordero, mi dueño me ha permitido dejarme llevar por la sorpresa inicial y observar mi reacción. Al ponerme en el suelo junto a sus pies, lo primero que he hecho ha sido dar dos tímidos pasos hacia adelante, con cautela, sigilosamente, como si yo mismo fuese un gato y, sin quitarle a Mao el ojo de encima, he empezado por olisquear el aire a distancia y mantener el rabo en tensión, como una antena. Por fin, me decido y me acerco. Lo huelo. No me inspira confianza. Doy dos pasos hacia atrás y un pequeño salto; junto las patitas delanteras, me agacho, levanto el culete y,... empiezo a ladrar para llamar su atención. Mao, alza la testa, me mira con suficiencia y alteza y desde un profundo desdén, lanza un, <<¡¡Maaooo,..!!>> que resulta ser un poderoso argumento que me convence de que, ante lo desconocido, si amenazante, lo más sensato es correr en busca de refugio y volver a los brazos del barbudo, como dice el bolero, otra vez.
Ella: -.¿Que tal, como va Tete?... ¿Sigue dominando el?
El barbudo: -. Si; en esta peli, siempre gana el prota.
Se ríen. Ella me coge y me examina. Interroga a mi amo interesada por mi comportamiento, por mi dieta y mi vacunación y si ya he salido a pasear por la calle.
-. No; aún, no -contesta el barbudo-. Ese es uno de los motivos que nos han movido a venir.
-. Tu diras; ¿en que puedo ayudarte?
-. Veras; necesito un arnés para poder sacarlo a pasear. ¿Cual me recomiendas?
No le explica que, la última semana del mes de Agosto en que ella estaba aún de vacaciones, el dia en que me vacunó, también me compró un arnés de color aguamarina y ribete marrón con cierre dorado, tipo "fashion", estampado a topos blancos, un poco,... folclórico, del que no quiero saber nada. No me gusta. Es una horterada. Parece un calzoncillo vintage. Y para acabarlo de rematar, con correa a juego.
-. Mira -la veterinaria le enseña uno-; yo te recomiendo este modelo. Es ajustable y, ahora, lo que interesa es su seguridad porque, al principio no quieren ir sujetos, no están acostumbrados y se escapan.
El barbudo esconde como puede el escalofrío de terror que le sacude todo el cuerpo solo de pensar que pudiera escaparme. El modelo que le muestra me gusta. Y el color, también. Y, encima, es mas economico que el "folclórico-fashion". Seguro que mi amo se daría ahora mismo una sonora bofetada pero, tendría que dar explicaciones así que, opta mejor por no hacer nada. Bueno, si; sonríe y dice:
-. Oh; mira que bonito.
-. Si. Estos están muy bien. Vamos a probárselo a ver si la medida es la correcta, que no le apriete y que sea una sujección segura.
-. Si, por favor.
Dice el barbudo mientras piensa, <<¡Ay, madre! A ver como se lo pone; con lo nerviosito y marimandón que es este>>. Entonces comenzó el baile. Empecé con mi contorsionismo habitual; una pata para aquí, otra para allá, uñas y dientes en lid desesperada, ahora muerdo, luego araño, gimo, lloro, me debato, me defiendo,... y de golpe, como quien no quiere la cosa, decido abandonar la lucha. Ceso. Me tranquilizo, muevo la cola, la veterinaria me coloca el arnés por la cabeza primero, luego una pata, después la otra, sin reniegos ni trifulcas. Inaudito en mi. En el "mi" que era entonces, claro.
-. Cuando tengas que ponérselo tu -le dice el hada al barbudo-, busca un lugar cómodo para ti y para el y, poco a poco, con paciencia, Tete se irá acostumbrando.
-. Chica, muchas gracias porque, la verdad, tiene mucho carácter y no siempre todo es tan fácil.
-. Ya, claro; además son muy, muy listos.
-. Desde luego -confirma mi dueño-. ¿Tu has visto el cráneo tan grande que tiene? ¿Imaginas el tamaño del cerebro?
-. Claro. ¡Por eso son tan listos! Ja, ja, ja,..
-. Ja ,ja ,ja,..
-. No deis un paseo muy largo. Es el primer dia.
-. No, no; si vamos para casa.
-. ¿Vives muy lejos?
-. Al lado de la colchonería.
-.¡Ah! Aquí mismo, pues.
-. Si, si; aqui cerquita.
Ya en la puerta, con la despedida, mi amo me deja en el suelo para que camine por la calle por primera vez.
No quiero. No me gusta llevar el arnés. Siento que he perdido mi libertad de movimiento, el libre albedrío, la oportunidad de decidir, de opcionar.
-. Bueno, pues, que vaya bien -sentenció desde la puerta el hada transparente.-
-. Gracias. Muchas gracias. Igualmente -contesta el barbudo mientras mantenemos un forcejeo de gladiadores urbanos y primerizos.
Llegar a casa; una salida resuelta de forma habitual en poco menos de dos zancadas, se convierte en la travesía de Los Andes. Estirones, paradas súbitas, forcejeos y tropezones, son los adjetivos que acompañan la odisea de llegar al hogar. Las ganas de orinar me están matando. Atado con la correa, sujeto a la voluntad de mi amo, voy trotando como puedo en un avance lastrado cuando, a tan solo a una esquina antes de alcanzar mi calle, mi amo se encuentra con Pere, un antiguo amigo con quien empieza una charla debate para mi propio incordio porque, mira tú por donde, ahora me invade la prisa de estar en casita cuanto antes. Y, es que,... ¡Me muero por miccionar! Y eso solo lo hago sobre mi empapador,... cuando consigo llegar a tiempo o me acuerdo. Sino, cualquier otro rincón de la casa me sirve. Pere, pregunta:
-. ¿Qué le pasa, porque llora?
-. Porque quiere llegar a casa.
-. Aaahh,.. ¿que tiene hambre, a lo mejor?
-. No, no; tiene pipí.
-. Y, ¿por que no lo hace aquí, en la calle?
-. Porque necesita su espacio, sus olores, su seguridad,... Es la primera vez que sale.
-. Aaahh,... Pues, vaya.
Como a Pere no le gustan mucho los perros y siempre pueden mantener las charlas que les de la gana cuando les de la gana, me pongo impertinente a más no poder y me salgo con la mía.
Se despiden y se desean buena suerte. Al llegar a mi calle, -¡Por fín!- las aceras están jalonadas de amplios parterres donde todos los perros que viven o transitan, desahogan sus fuentes aromáticas para alivio propio y solaz de unos y otros compañeros de especie. Quedé abducido completamente por aquella sensación olfativa novedosa. Asalté el primer parterre y entré en un frenesí aspirativo recorriendo el perímetro ajardinado hasta completarlo. La experiencia me embelesa. La novedad me fascina. El perfume me extasía. Me entretengo, me demoro,... De repente, el magnetismo olfativo cesa por un efecto represor combinado entre correa, arnés y un tironcillo voluntad personal del barbudo que me sustraen del espejismo. El barbudo me mira, sonríe y nos vamos para casa.
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Al llegar, antes de cambiarme de ropa, entramos en la cocina y Tete se estira sobre su cojín expuesto a propósito a pleno sol; tal como a él le gusta. Me cambio de ropa, me lavo las manos y vuelvo a entrar en la cocina dispuesto a preparar la comida. Antes miro a Tete y me doy cuenta de que algo ha cambiado en el. Ya no parece aquel cachorrito. Ya no parece aquel bebé. Su físico se ha espigado. Su expresión conserva la mirada inocente pero, su niñez,... su niñez se ha esfumado. Me doy cuenta al observarlo de que, sus gestos, también empiezan a ser otros. Por la noche, a la hora de las carantoñas y los mimos, de los juegos y los besos en la cama, antes de apagar la luz, veo con claridad la niñez evaporada. Las hormonas del crecimiento han conspirado a la vez y es como si, Tete, tras su paso por la exposición de los irresistibles perfumes del parterre, hubiese enterrado en el su niñez para encarar la enigmática y sorpresiva adolescencia. Acabo de ser testigo de la pérdida irremediable de lo que siempre debió de ser la vida irrenunciable.
Pero, olvido decir que, cuando subimos a casa, Tete, había aprendido a hacer pipí en la calle,... ¡Y yo había olvidado comprar el pan!
miércoles, 15 de mayo de 2019
TETE Y LOS ENCUENTROS EN LA TERCERA FASE - LA TOMA DE CONTACTO
Este de aqui soy yo. Estoy en brazos del otro. El otro, obviamente, no soy yo. El otro es un tipo barbudo que me acaba de rescatar del confinamiento, del aislamiento, de la soledad. Del miedo. Miedo a estar solo. ¿Sabeis lo que es estar solo? ¿Sabeis lo que es el miedo? Miedo a los ruidos incesantes, continuos, pequeños y chirriantes, enormidos y ensordecedores. Todos desconocidos, todos rotundos, todos amenazantes. No se quien es este tipo barbudo. No parece mal tipo. Pero no estoy seguro. ¿Cómo podría estarlo? No le conozco de nada. A lo peor es como aquellos otros que me gritaban de continuo, que apaleaban a los demás, otros como yo y que, acababan desapareciendo, sin más.
Jamás supe qué fue de ellos, aunque lo sospecho. Vivía aterrado pensando que yo sería el siguiente en desaparecer. Existían al menos dos motivos claros para la desaparición: que alguien se encaprichase de uno de nosotros y nos llevase consigo hacia un futuro desconocido, o que cualquiera de aquellos brutos que nos intimidaban, acabara con nosotros de un mal golpe. Para ellos solo eramos mercancía. Nada más. Un puente fácil hacia el dinero rápido. No había escrúpulos posibles. Nuestra cabeza tenía precio. Un precio elevado.
Sin saberlo, estábamos en manos de una red de traficantes de animales de compañía. Éramos codiciados en la Europa de Los Derechos. Esa parte del mapa que se asoma a la vida desde la cara amable. Así pues, nuestra suerte estaba echada.
Al cumplir el mes y medio, me separaron de mi madre y mis hermanos. Al principio, cuando aquellos hombres vinieron a buscarnos, creí que se trataba de un juego porque nos sacaban en brazos a la calle pero, cuando nos introdujeron en aquel camión gigante, repleto de otros como yo y cerraron las puertas de un golpe severo, a todos se nos encogió la tripa y el rabo desapareció entre nuestras patas.
El arranque fue un seco tirón súbito que nos empujó a todos hacia atrás con tal fuerza, que nos empotramos contra las puertas del remolque. Todos gritamos. Muchos lloraban lastimados. Otros murieron en el acto. Y, unos pocos, se rompieron algún hueso. Esos fueron los primeros en desaparecer.
Tras dieciséis horas de viaje inolvidables, cuando por fin llegamos a Barcelona desde un país indeterminado del Este de Europa, después de un frenazo brusco, el motor dejó de rugir y abrieron las puertas del camión. La luz que invadió el interior nos produjo a todos una ceguera inmediata que nos mantuvo aturdidos e inmóviles unos cuantos segundos. Como a nuestros cautivadores. Aunque a estos no fue la luz lo que los paralizó sino, el hedor. El hedor de una atmósfera atascada. El hedor a vómito, a orín. A todas las defecaciones juntas. Y al hedor del desastre porque, aquel camión para el transporte se había convertido en el camión de la muerte. Subimos a bordo un total de algo más de cuatrocientos ochenta y, a nuestra llegada, apenas superábamos el centenar. Todos los demas habian muerto. Todos. Golpeados o fracturados. O porque su inocente y pequeño corazón no pudo o no supo resistirse al pánico. Tal vez fue un bache sorpresivo; quizás un vaivén inesperado. Qué más da. Ninguna explicación cambiaría el resultado. Desde entonces, cualquier contenedor para la basura me produce pavor.
Antes de que pudiéramos recuperarnos del todo, los hombres accedieron al remolque y, con su amabilidad habitual, nos introdujeron a manojos en una especie de jaulas con vistas a la calle y harto soleadas. Claro que, hacinados allí y sin querer ser tiquismiquis, el espacio se nos antojase algo pequeño y por ende, incómodo in extremis. Una lastima.
El transporte en jaula panorámica duró poco. Con una celeridad digna de admirar, nuestros victimarios nos condujeron al interior de un local que atravesamos a igual velocidad, hasta alcanzar un patio techado con una uralita de color verde. Las paredes de aquel patio eran blancas y, con la luz que tamizaba la uralita, adquirían un tono enfermizo, como hepático. Abrieron las jaulas y nos depositaron en un suelo tapizado de baldosas esmaltadas sobre las que éramos incapaces de mantener con dignidad, un mínimo de equilibrio. Aunque solo fuese aparente. No. ¿Para qué? Cualquier esfuerzo era estéril y transitorio. Nuestro instinto y nuestra inestabilidad nos lo hacían notar; nos lo hacían saber. En uno de los extremos del patio, pendente de la pared, colgando enroscada en un soporte de color amarillo, dormitaba como una serpiente una manguera naranja. Uno de los hombres fue hacia ella, la desenroscó y, girando una palanca alojada en la pared de enfrente, despertó a la serpiente que, enfurecida, empezó a lanzar sobre nosotros violentos chorros de agua fría.
Lo que ocurrió entonces fue delirante. Debido a la fuerza del agua, todos rodamos por el suelo. Y, por increíble que parezca, ni uno solo de nosotros, ni uno,... hizo un leve ademán, un sutil gesto siquiera por levantarse. Ni uno. Estábamos más desesperados por beber agua que, interesados en mantener la poca dignidad que aún nos quedaba. Estábamos aterrados, desorientados, golpeados, hambrientos, sedientos, muertos de frío y agotados. No queríamos mantener las apariencias; eran inservibles. Queríamos sobrevivir. Y, así, a primera vista, después del primer contacto, parecía que la cosa no iba a ser fácil.
Unas mujeres se encargaron de secarnos con unas toallas de algodón, doble rizo, y unas manos terapéuticas. No eran mujeres de película o de calendario pero, sus manos, nos dieron las primeras caricias que habíamos recibido hasta entonces. No sospechábamos que serían las últimas en mucho tiempo. Mientras nos secaban nos examinaban de parte a parte. A los que superamos el examen de preselección, nos premiaron con un secado doble y un cepillado. En cambio, a los que no,...a esos no volvimos a verlos. Las mujeres no hablaban entre sí. Tenían en la mirada una idea permanente que las inhibía del resto de la estancia y del instante mismo. Se comportaban como si, en realidad, no estuvieran allí. y, sin embargo, no había la menor existencia de lo etéreo en ellas. Ni rastro. Puede que también a ellas las hubieran conducido hasta aquí, en camión.
Más tarde nos trasladaron a una pequeña habitación rectangular; una especie de trastero de altas paredes con un diminuto ventanuco en la pared frontal, enmarcado en aluminio blanco. Un fluorescente señoreaba el techo como si fuera una garrapata.
La "suite", estaba dividida en dos ambientes claramente diferenciados y convenientemente separados por una pequeña valla de madera. Provocador. Una valla de madera es una evocación a los árboles y,... el instinto es el instinto. Y como todo el mundo sabe, la cabra tira al monte y el chihuahua se arrima al árbol. En fin; pragmática, filosofía y provocaciones aparte, en estos dos espacios se conjugaban, en primer lugar, conforme entramos, en un "mini salón-comedor-cocina-dormitorio y zona de recreo", todo junto. Si. Ya. Tarde o temprano todos acabamos siendo víctimas de la especulación inmobiliaria. De una manera o de otra. En la parte posterior, el continente tras la valla, es el lavabo. Si. Otro absurdo. Hay el mismo espacio para cagar que para vivir. Perdón. Pero es verdad. En mi caso, claro.
Ipso facto, reaparece una de las ensimismadas bellezas mudas y llena comederos y bebederos con diligencia y marcialidad. Tenemos hambre y tenemos sed. Pero nos vencen el miedo y el recelo. Hasta el momento la experiencia no es buena. ¿Por qué ahora iba a ser diferente? Pero entonces sucedió algo inesperado. Al salir, las mujeres cerraron la puerta, y un silencio de algodón se adueñó del ambiente. El poco a poco duró poco y, empujados por la sed, nos empujamos unos a otros.
Bebimos y, después, nos acercamos a comer unas bolas secas que olían de maravilla y, a pesar de su sequedad, aquel aroma estimulaba nuestras papilas y nos ayudaban a tragarlas casi enteras, del hambre atroz que nos devoraba. Volvimos a beber y, con la panza llena y el azote del cansancio, de forma gradual, algún atrevido fue buscando un rincón donde refugiarse para echar una cabezadita. O, tal vez, no fuese atrevimiento sino cansancio. El caso es que, a esos primeros siguieron otros, formando finalmente, entre todos, grupitos de pelotas separadas, para amanecer al alba, todos juntos, en una sola pelota compacta. Y con razón. Al poco de clarear, al fondo del local, tras la puerta, empezamos a oir ruidos y voces. Nos apretamos aún más. Llegaban los hombres.
Al entrar donde nos encontrábamos, lejos de saludarnos, se pusieron a gritar y a darnos patadas. Como podíamos, en aquella melé, buscamos cobijo, amparo, un rincón de protección donde lo hubiese. No lo había. Entre nosotros todo eran carreras y saltos de aquí para allá. Golpes. Caídas. Choques. Encontronazos. Cuando el caos cesó y los hombres se sintieron cansados y desahogados, fuimos conscientes de que, durante la noche, tras los atracones de agua y con el miedo instalado en las tripas, algunos habían abandonado la formación pelota para desaguar y, desorientados, temerosos y sin saber muy bien aún para qué servía aquel espacio de detrás de la valla, como era el más apartado de la puerta, fue el que consideramos más seguro para dormir así que, cada cual desaguo donde pudo y, eso fue lo que enfureció a los hombres. Uno de nosotros, no se movió del suelo.
Al poco llegaron las mujeres. La misma mirada distante; fija en algún punto de un espacio infinito e indescifrable. Sanguíneo. Personal. Pero su trato seguía siendo amable y sus manos, un bálsamo. Sin embargo, cada puerta, cada ruido, cada mínimo golpe, nos alteraba y, ese estado de alerta continua no conciliaba nuestras tripas que, seguían en una descomposición permanente.
Nos trasladaron a una habitación cuadrada que parecía un parque infantil con una decoración más que dudosa. Las paredes eran de color rosa pastel y se acababan en un techo inmaculadamente blanco y, al fondo, una ventana cubierta por una cortina de puntillón dorado, atravesada y suspendida de una barra también dorada. Esparcidos por el suelo, varios cojines de distintos tamaños, todos en color rojo, tapizados en terciopelo sintético, sobre los que habían sembrado muñecos y pelotas y algunas golosinas. Cuando nos dejaron en el suelo, tuve la impresión de estar dentro de una tarta. Al poco, llamaron a la puerta.
Una de las mujeres salió para atender a quien llamaba. Así descubrimos su voz. Su dulce melodía.
Al oírla hablar, sus prolongadas eses y sus erres con amortiguador, nos hipnotizaron:
-. Hola, 'buenoss diass',...
-. Hola, buenas. Vengo por el anuncio.
-. ¡Ah, ssi, ssi, ssi! El anunssio. Passe. passe porr aquí, porr favorr.
Oímos acercarse los pasos desde el final del pasillo. Cada vez estaban más cerca. De golpe, quedaron enmarcadas en la puerta las dos figuras: la de nuestra enigmática sirena, y la de una oronda, ceñida y encorsetada señora que superaba la sesentena, maquillada como si aún no hubiese cumplido la treintena, aromatizada en exceso con un perfume dulzón y un matiz a naftalina, acompañada de un estrepitoso frufrú de ropa a punto de estallar.
-. ¡Oohh,...! Son preciosos. -suspiro la naftalina.
-. Ssi, ssi. Peressiossos. Sson loss peros del anunssio. Ssi. Peressiossos,... Adelante; passe. Coha un perito.
-. ¡¿Siii,...?!... ¿Puedo coger uno?
-. Claarrooo,... ¡Coha, coha!
Y, así, aquella odalisca, mezcla de colores y olores penetro en la tarta. Nosotros tomamos posiciones. ¿Que quería aquella mujer? ¿Quién era? ¿Por qué nos miraba de aquella manera?
-. ¡¡Ooiigg!! - grito la oda a Botero- ¡Ese blanco de ahí! ¡Que monada!
Entonces se entusiasmó y trato de cogernos. Al principio, la esquivamos tomando cada uno una dirección diferente. Ese jueguecito la entretuvo un par o tres de movimientos en los que, a cada paso, la ropa crujía amenazando con despedazarse y su torpeza de movimientos con partirle la crisma. De pronto, su cara se encendió como un farol y empezó a correr dando saltos tras de nosotros. Claro está, muertos de pánico, nosotros también empezamos a correr. Y lo hicimos en todas las direcciones posibles e imaginables, saltando arriba y abajo, de aquí para allá y de cojín en cojín. Mientras golosinas, pelotas y peluches saltaban por los aires,
corríamos sin cesar, y el monstruo de colores no dejaba de perseguirnos y jadear; parecía estar al borde de la embolia pulmonar. Su cara era de color violeta y sus jadeos incesantes eran similares a los de un oso en celo. Soplaba. Resollaba. Gemía. Y, tratando de cogernos, en un gesto de torsión imposible para su edad y envergadura, giró sobre sí misma, perdió el equilibrio, quedó suspendida en el aire un instante y, cayó al suelo de espaldas produciendo el mismo ruido que haría un cajón lleno de libros.
-. ¡¡Aaay!! -grito el oso violeta-
-. ¡Sseniora! -dijo la sirena enigmatica con cara de espanto mientras corría a socorrerla- Cuánto lamenta este ssussesso. Yo lamenta mucho.
Naftalina, de espaldas sobre el suelo, con la ropa a punto de reventar produciendo un ruido de hojarasca y con todas sus extremidades moviéndose al viento, parecía una tortuga vuelta del revés, que no dejaba de jadear y lamentarse:
-. ¡Ay, ay!... Aahh,..
-. No sse ponga nerrviossa. Ossté deme mano y yo ayudo.
-. ¡Ay! ¡Ay! Si es que no puedo, hija. Acércate más, guapa. Ayúdame a levantarme, nena. Tira de mi. ¡Aayy!
Y la sirena, en un intento de rescatar a la ballena, la tomó por las manos con la intención de atraerla hacia sí y, a modo de palanca, tirar de ella y levantarla pero, como el peso de la señora era muy superior al de la sirena, esta última quedó colgada de los brazos de la otra que la tenía aprehendida por las manos, balanceándose en el aire, suspendida por el contrapeso de la otra, que no dejaba de desesperarse y agitarse, gritando:
-. ¡Aaahh! ¡Pero qué haces! ¡¿Qué haces ahí subida?! ¡¿Te crees que es momento para jugar, nena?! ¡Baja de ahí y ayúdame! ¡¡Aayy!!
-. ¡No puedo baharr! ¡¡Ossté no me ssuelta las manooosss!! ¡¡Aaahh!!
Y las dos se pusieron a gritar y a agitarse sin cesar.
Sirena enigmatica: -. ¡¡Aaahh,..!!
Señora multicolor: -. ¡¡Aaahh,..!!
Y, claro; tanta alarma, atrajo a los hombres que,
entraron en la tarta como una guardia de asalto, dispuestos a poner orden a cualquier precio. Al mismo tiempo, una vez neutralizada la ansiedad velocista de nuestra perseguidora, el miedo y el estrés, desataron por completo nuestras vejigas e intestinos que, de forma indiscriminada, sembraron el suelo de materiales orgánicos.
Llamaron a urgencias médicas. Una ambulancia se llevó de allí a naftalina. Los hombres nos acorralaron en la habitación y, mientras nosotros corríamos, ellos nos atizaban con sus cinturones sin miramientos. Cuando la lluvia de latigazos cesó, no les costó trabajo recogernos del suelo, molidos, apaleados, rotos. Esparcidos quedaban los restos de cinco de nosotros. Un sexto clamaba a grito limpio por su rodilla rota. Lo silenciaron de un golpe contra el suelo.
Nos volvieron a llevar al patio hepático y otra vez despertaron a la durmiente serpiente. Más agua. Más golpes. Nos volvieron a secar y a cepillar, y volvieron a ponernos de beber y de comer. No probamos bocado. Nos apretamos contra un rincón muertos de miedo, con la mirada desorbitada, el corazón desbocado y la respiración contenida.
El timbre volvió a sonar y nosotros volvimos a la habitación donde poco antes habían tratado de masacrarnos a golpes. Así, de forma sucesiva, el timbre sonaba a lo largo del día. Y, nosotros, como en un ballet sincronizado, repetíamos el ritual de salir y entrar de la habitación rosada. Día tras día, hora tras hora. Y, así, de poco en poco, cada vez íbamos quedando menos. Unos encontraban un futuro en brazos nuevos y otros se quedaban para siempre sin el. Los demás esperábamos un guiño de suerte.
Al poco tiempo, a media mañana de otro de aquellos días sin final ni horizontes, se presentó la policía. Habían recibido varias denuncias por parte de algunos compradores, de aquellos brazos que nos acogían para ser un futuro mutuo y que, al parecer, no estaban satisfechos con la compra, después de que la mercancía no obtuviese buenas calificaciones durante el examen veterinario. Y, menos aún, tras comprobar que su capricho era, en realidad, un animalito asustadizo, desconfiado, receloso, desafecto,... quebradizo. La mayoría de ellos presentaban lesiones de todo tipo y policontusiones, fisuras o roturas de huesos.
Sin embargo, aquellas denuncias no se interpusieron por los abusos, la violencia y los malos tratos cometidos contra animales indefensos y amparados por la Ley 22/2003, de 4 de Julio sobre la Protección Animal, sino que estaban destinadas a que el vendedor se hiciese cargo del pago del 50% de la factura del veterinario. Humanos.
Pero la policía, els mossos d'esquadra, llevaban más de dos años investigando una red de delincuentes que, entre otras villanías, contaba con el Tráfico Ilegal de Animales de Compañía. Disponían de documentación acreditativa de un criador inexistente, de licencias falsas. Y, a pesar de eso, todos nosotros éramos portadores de un microchip registrado a nombre del traficante. Le perteneciamos. Se lo llevaron detenido. A los hombres, también. Un par de dotaciones permanecieron en el local. Interrogaron a las mujeres, lo registraron todo, requisaron documentación, tomaron fotografías de todo y de todos nosotros. Incluso filmaron un video.
Dijeron que todo aquello serviría como prueba judicial.
A nosotros vinieron a buscarnos unas personas que sabían cómo tratarnos. Nos hablaban con dulzura, eran pacientes. Uno por uno nos fueron envolviendo en unas mantas, para acogernos en sus brazos y llevarnos en volandas hacia el exterior, tal como nos secuestraron, y conducirnos al interior de una furgoneta blanca que habría de llevarnos hasta nuestro nuevo hogar, el CAAC (Centre d'Acollida d'Animals de Companyia), donde pasaríamos reconocimiento veterinario, nos abrirían una ficha a cada uno y nos ofrecerían en adopción, a la espera de una sentencia judicial que determine quién será nuestro propietario: si el traficante o, el adoptante. De modo que, otra vez, nuestra suerte está pendiente, aplazada. Solo somos mercancía. Un número. Un expediente. Un capricho para el mundo solvente.
Pero,...ahora que caigo, ¡Aún no os he presentado al otro!
No se quien es este otro que, obviamente, no soy yo. No se quien es este tipo barbudo. Aún no le conozco de nada. Pero no parece mal tipo. ¿Verdad?,...
Como os decía, acaba de adoptarme. Otra vez salgo al exterior para introducirme en un vehiculo. Otro traslado. El otro, no conduce. Lo hace su amiga. El otro la llama Rosa. Debe de ser su nombre. No parecen malas personas. Hace sol. No hay una sola nube en el cielo. ¿Será una señal? ¿Será, por fin, el guiño que esperaba de la suerte?,...
Vamos a subir al coche. Voy a enfrentarme a mi destino,...solo. Me da miedo mirar. Me refugio en el pecho del barbudo. Me besa y murmura palabras tranquilizadoras.
No. No parece un mal tipo,... Pero solo el tiempo lo dirá. Y yo os lo contaré.
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Tete fué adoptado el día 30 de Julio de 2018 y, el día 9 de Enero de 2019, una sentencia judicial resolvió en favor del tipo barbudo, reconociendolo como único responsable legal.
Hoy en día, tras una evolución a menudo conflictiva, Tete es un perrito sano, sociable, cariñoso, despierto, alegre, juguetón y, sobre todo, feliz.
Y el tipo barbudo, también.
Gracias, Marta. Gracias, Rosa. Sin vuestra intervención e impagable ayuda, el milagro del Tete no hubiera sido posible. Y gracias también al CAAC; a sus cuidadores, a sus trabajadores y todo el grupo de voluntarios. A tod@s: Gracias.
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